La SGAE

La SGAE

Escrito para la revista Kampussia en 2010

Hace ya tiempo que me vengo dando cuenta de lo fácil que debe ser ganar dinero cuando canalizas tus esfuerzos, sin ningún tipo de escrúpulo, en monopolizar cualquiera de las cosas que las sociedades modernas han aceptado como básicas. Probablemente una mañana alguien se despertó en su cama con el propósito de hacerse de oro blandiendo el mazo de la justicia a su antojo ante los ojos perplejos de la cada vez más impotente gente. Para eso sólo hacía falta encontrar un sector castigado por la libre manipulación pública (piratería) y proponer la iniciativa ante las grandes mentes del poder y la ley como una maravillosa reforma de protección de la remuneración del trabajo bien hecho. Y así, como si de una bestia que llevara mucho tiempo aletargada se tratara, surgió la nueva y tenebrosa SGAE.

Desde que el tiempo es tiempo, como se suele decir, injustamente la sociedad se ha valido de sus prejuicios para malpensar de una persona por su forma de andar, hablar o vestir, impulsando a otros a moderar su lenguaje y aspecto a fin de acallar cualquier mala imagen. Pero ahora, ni los monóculos y los sombreros de copa podrán librarte de ser un bandido; un (presuntamente, eso sí) malévolo y despiadado delincuente. De la noche a la mañana, un simple CD de 700 MB ha tomado la delantera del ranking de preocupaciones a gran escala, discutiéndose el primer puesto con bárbaras atrocidades como poner la radio en una peluquería, y desbancando a los, por supuesto, insignificantes delitos contra la libertad y los derechos humanos fundamentales. Como punto irónico, el gobierno, ya no como entidad sino como las personas que lo conforman, de algún modo ha visto lógico que los veredictos contra los delitos los impartan comisarios de la Propiedad Intelectual, "aconsejados" por una minoría de ciertos músicos adinerados interesados más en su ombligo que en el bien social. Y es la sociedad la que se queda con la boca abierta mientras los mandatarios, impulsados por algún tipo de interés que se presupone desconocemos, confiere privilegios e inmunidad a los nuevos jueces de todo lo que produzca sonido.

¡Pero que no decaiga el ánimo! De todo hay que sacar una parte buena, y si algo nos han enseñado Ramoncín, Sabina y compañía (los verdaderos protagonistas del “me río en tu cara, ¿vale?”) es que si consigues superar esos absurdos complejos de conciencia y pudor, qué hacer con tanto dinero será la parte más difícil del plan.
 
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