Hilos de plata reflejados en su piel
como briznas de hierba erizadas por la brisa.
Yaces
disperso entre almohadones y sábanas de flores estampadas. Se pierden tus ojos
siguiendo las líneas del techo y se disipan tus ideas entre anhelos y
recuerdos. Ahí es cuando, casi vencido por el sueño, giras la cabeza a un lado y un
oculto magnetismo te atrae hacia parajes más cálidos. Tienes ante ti una
llanura de suaves y electrizantes curvas que tus manos nunca se cansarán de
acariciar, como un valle de maravillas que ennoblece el silencio de la
habitación. Espalda de mujer, perfecta figura.
Como por corrientes marinas a kilómetros de profundidad, entre labios y manos inquietas te
perdiste sin pararte a contemplar. Ahora los tenues grises que atraviesan la
ventana bailan de la mano de tus dedos, que resbalan por colinas desnudas de
belleza infinita, praderas tupidas de apariencia tranquila y descansada emoción.
No hay otros caminos que quisieras recorrer, no hay mejores paisajes.
Yo
me quedé prendado de una espalda, atado a sus surcos y a su tacto de seda,
encadenado a un recuerdo que no se va, a un olor que no se irá, a un color de
dorado atardecer, de rojizos destellos sobre labios de carmín. Me quedé cegado
como aquel que miró al sol fijamente, y obcecado, no quiso dejar de mirar.
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