Personas de agua y papel


Cuanto más te involucras en aquello que haces,
más te duele al caer.
               
                Hoy quiero empezar por el principio de una relación, remoto e inubicable. Uno nunca se da cuenta de que empieza a andar hasta que no está andando, y así una mañana te levantas dándole vueltas en tu cabeza a lo rápido que sucede todo. Al principio basta con una mirada, luego cuatro palabras tontas y aparece la primera sonrisa de la historia. Te lanzas a la piscina casi sin ser consciente de ello, y si tienes una vida como la mía, es probable que en la piscina haya pirañas.
                Es como meterse en arenas movedizas, sabes que te hundes de todos modos, pero cuanto más de ti pones en salir, más te tragan.
 Mi teoría es que hay dos clases de personas, activos y pasivos. Los primeros no pueden estarse quietos, y se revuelven cuanto pueden cuando ven como una oportunidad simplemente se va. Así que actúan, muchas veces sin haber pensado siquiera en qué es lo que van a hacer.
 Los pasivos, au contraire, tienen la innata habilidad de aceptar lo que ellos llaman destino. Algo así como “si tiene que ser, será”. Se mimetizan con el maldito azar, y no les va tan mal. Se meterían dentro de una botella y se lanzarían al océano, a ver por dónde les llevan las olas. Pero muchos no lo saben. O no lo aceptan.
             La actitud pasiva te mece por la vida y te transporta a través de las casualidades y las consecuencias. Puedes ser emperador o soldado, pero nunca dejará de resultar una forma de vida envidiable. Una persona puede sentarse y ver como todo sucede, y ser capaz de hacer frente a situaciones que nunca hubiera deseado.
                Nosotros, los activos, no soportamos eso. Así que cuando conoces a una chica que te deja con la boca abierta, nadas en dirección contraria aunque nadie lo entienda, aunque te vean como un estúpido y aunque, en realidad, sea así como te sientas. Nunca nos relajamos, nunca dejamos de darle vueltas y nunca estamos a gusto. Siempre hay una zanahoria delante de nuestras narices que nos hace correr. Todo resulta complicado y requiere mucha implicación.
No sabemos ir paso a paso.
Los activos siempre tenemos miedo, porque de tantas vueltas que le damos, sólo vemos lo que puede arruinar nuestro momento, en vez de disfrutarlo y dejarlo fluir.
Personalmente, creo que jamás podré ver la diferencia entre rendirse y dejarlo marchar. No es fácil para nosotros entenderla, porque no paramos hasta que algo está realmente acabado.
Esa insistencia es la que nos pierde.
Cuando has de actuar en un momento crítico, tienes que ser creativo y brillante, y no poner demasiado peso sobre la cuerda en la que te balanceas. Yo me subo encima la cuerda, la cargo de todo lo que tengo, y pego saltos a ver si aguanta.
Pero lo que de verdad te hace una persona activa no es el hecho de sentir prisa o tener miedo. Todos estamos rodeados de situaciones que nos aterrorizan, donde las que más asustan suelen ser las que menos lo parecen, y todos tenemos prisa por que acaben. Lo que te hace activo es que, cuando reconoces que algo es bueno, no puedes relajarte si sabes que existe una mínima posibilidad de que se te escurra de las manos.
Los activos sólo necesitamos un empujón para empezar a rodar.
Y así, tropiezas cientos de veces con cientos de agujeros en el mismo tramo del camino. Todos infinitamente parecidos, pero distintos. De ese modo es como los activos aprendemos, cayendo.
Es como un niño que no temerá a un radiador hasta que se queme. O como hundirte en arenas movedizas. Siempre te queda la esperanza de que si lo das todo de ti, saldrás de ahí, y hasta que no tienes la arena al cuello no te planteas relajarte y dejarte llevar.

 
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