Convénzame, señor del banco



De púrpura y gris es el alma del bandido
resignado a solitario bajo la cara de hombre honrado. 

-¡Por eso –me dice, y se interrumpe a sí mismo metiéndose un puñado de patatas fritas en la boca con el tenedor- ponemos tanto interés en la confidencialidad!
                Y me apunta con el rechoncho dedo índice de su rechoncha mano izquierda como si juntos hubiésemos deducido algo tan definitivo y de tamaña y vital importancia. Y así se queda. Me mira fijamente durante un tiempo que me parece interminable. Ha llegado el momento de mi gran aportación a la conversación. Todos lo están esperando. El público está expectante. Demuéstranos que tienes pelotas, chico.
                -¡Sí! La privacidad es esencial.
                Y todo el mundo se entera de que tenga o no pelotas, no me sirven para nada. Por eso esta clase de cenas son sólo de dos personas.
                McCallahan vuelve a su plato y a su copa, satisfecho.
                -Me gusta que pienses así.
                Le he dado carta blanca y vuelve a la carga.
                -¡Imagínate!
                Un trozo de ternera de dos centímetros de grosor se pierde en el abismo que es su boca.
                -¡Una empresa sin política de privacidad!
                Palabras y mordiscos conviven entre sí. Me siento como en casa. Ese es el gancho.
                -¡Qué digo una empresa!  ¡No hablamos de cualquier institución! ¡Imagínate!
Otro pedazo de vaca muerta, desangrada, refrigerada,  despiezada, procesada y después frita viaja hasta la trituradora McCallahan.
                -Imagínate un banco que no invierta el máximo esfuerzo posible en preservar la intimidad de las cuentas de sus clientes. Es algo lógico y natural.
                Yo también como. Es lo que se hace en estos casos.
                Hace dos semanas yo estaba haciendo cola para comprar un boleto de lotería.
                -Si los clientes temen por su privacidad fiscal, dejan de sentirse tranquilos. La ecuanimidad astral de nuestros clientes es nuestra prioridad. No podía ser de otro modo, mi joven amigo.
                Su voz se eleva unas veces, y otras se atenúa, como si dieras un paseo turístico en una montaña rusa. Cuando acaba, tienes la cabeza embotada, y no sabes si te ha convencido la cantidad de perspectivas que has tenido o si ha sido el mareo. Es un discurso que parece dictarle un guión a quien escucha.
                Ahora asientes.
                Ahora dudas.
                Ahora un poco más de ensalada.
                Y ahora me firmas aquí, aquí y aquí.
                -Si un cliente no está tranquilo, no es feliz. ¡Y entonces nosotros tampoco somos felices!
                Si existe un Cupido para las convicciones comerciales, ahora mismo una flecha suya está atravesando mi corazón. Hace cinco minutos esta conversación trataba sobre la televisión pública. Hace cinco minutos esta conversación era una conversación.
                Retiro un poco mi plato y me recuesto en la silla en señal de agrado.
-No puedo más –digo. Por decir algo.
                -Te entiendo. Este no es de esa clase de sitios donde tu dinero sólo vale un par de gambas secas salpicadas con alguna estrambótica salsa en la mitad de un gran plato de diseño. Tienes que saber elegir, chico. ¡Qué no te sepa a poco! Es tu dinero.
                Ahora toca aplaudir.
                Sé que todo lo ha preparado y ensayado, pero adoro a este tío.            
-Es el mejor entrecot que he probado nunca –le digo. Quiero parecer complacido. Lo cierto es que es el mejor entrecot que he probado nunca.
                -Es hora de que pruebes lo que es realmente bueno. Lo que te conviene. Y, siempre, lo que tú quieras y del modo en que lo quieras. Verás, cuando yo era joven no sabía cómo de importante era la discreción en la vida, hasta que alguien mayor y más experto que yo me contó una historia que me ayudó.
Mentira.
-Los primeros banqueros –y las últimas patatas fritas ya están en su boca- fueron en realidad los prestamistas. Hombres que prestaban parte de su dinero a cambio de recibirlo de vuelta en cierto tiempo con un porcentaje de ventaja.
Tampoco quedan restos del filete. Ni del vino.
-Si el cliente no lo devolvía, el prestamista mandaba a un matón para reclamar cualquier cosa de valor que saldara su deuda. Joyas, animales, e incluso comida. He leído mucho acerca de esto.
Mentira.
-El caso es que algunos matones se dieron cuenta de que sólo tenían que consultar las hojas de deudas de su jefe, y hacerles una visitilla –procura poner énfasis en este momento para que no se me escape que él se refiere a robar- a los deudores poco antes de la fecha de devolución del préstamo, dejando al endeudado sin recursos, y yendo a por él después cuando el prestamista quisiera su dinero.
Trato de encontrarle alguna utilidad a la historia mientras un camarero recoge  los platos de la mesa. Estoy totalmente hipnotizado por las palabras de un hombre que vive de cuan vivas resulten sus palabras. McCallahan no ha perdido el tiempo y ya está observando detenidamente la carta de postres.
Abre la boca y sólo dice:
-¡Imagínate!

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