los dioses abren el suyo.
Existe un instante, un
primer momento, en que no sabes ni dónde estás ni que estás haciendo allí. La
oscuridad abre un abanico de posibilidades a tu alrededor, pero nada hay bajo
tu control.
Todo empieza con algo
parecido a un alarido, la exclamación del horror mismo, un sonido familiarmente
aterrador. Las sombras a las que pertenecías se vuelven en tu contra, y una
poderosa intranquilidad se adueña de ti. Sientes un irremediable impulso de
acabar con ello, de hacerlo callar y devolverlo al averno del que haya venido, evitar
que se filtre por cada poro de tu piel y te domine. Lo intentas, pero no
puedes. Finges indiferencia, creas la esperanza de que ese susurro martilleante
no viene en tu busca. Pero dice tu nombre, aunque no puede pronunciarlo, está
cantándolo estrepitosamente. Tú te armas de valor, lo enfrentas, y se
desvanece.
Así funciona el juego.
Aún desconcertado,
crees que no ha ocurrido. O ni siquiera te lo planteas. Tus músculos se relajan
y todo vuelve a su estado de calma. Pierdes la noción del tiempo, inmerso en ti
mismo, hasta que aquello regresa de las tinieblas. Una voz terrorífica que te llama
desde lo más profundo del pozo de tu subconsciente. La despiadada garra de la
maldad, que te arranca de la realidad que estás viviendo, recorriendo tu espina
dorsal con irritantes impulsos eléctricos. Es
la hora. Vuelve la lucidez a tus instintos, eres por un instante
consciente, y te rebelas hasta que el sonido cesa de nuevo. Erguido pero sin
fuerzas luchas fútilmente contra la amarga sensación que te embarga.
Y caes.
Caes porque no supiste
reconocer quién estaba de tu lado y quién no.
La bestia te domina y
absorbe tu voluntad, que se deshace en el ácido mortal de sus tripas. Tu cuerpo
se enreda entre sus tentadoras y sibilantes fibras. Todo el universo está en
constante movimiento, todo pasa, todo se va. Por fin lo entiendes.
Pero no te importa.
Pero no te importa.
Estas cayendo,
perdiéndote a ti mismo. Poco a poco aceptas la rendición. Flotas en un abismo
infinito donde todo es posible porque nada es verdad. Y estás bien. Sonreirías
si pudieras, y si la luna llena no trajera consigo esos aullidos, una y otra
vez. El mismo llanto, la misma súplica, el mismo espanto. Te creíste libre y de
nuevo estás preso. La bestia no se detiene, no consiente la debilidad. Tu
cuerpo se tensa, y desde un rincón perdido de tu consciencia surge una luz, una
visión, una respuesta. Es la hora. El
lamento arrebatador se detiene y por fin sabes por qué.
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