La taquilla del viajante (2)


Abrió el viajante su diario durante un viaje en avión, aunque por costumbre prefería viajar pegado a la tierra. En una ciudad que por unos días visitó, un acontecimiento en hielo convirtiole la sangre y, sin embargo, conmoviole el corazón. Esta historia llegó a sus oídos dos puestas de sol después de la noche en que ocurrió y, una vez hubo confirmado su veracidad, abandonó presto la ciudad para no mancillar con nada más el juicio que ahora de ella tenía.

Una joven y dos amigos de ella, de su misma edad y conveniencia, descubrieron, en pleno centro de aquella ciudad, el acceso trasero a un edificio que hacía no mucho, por falta de fondos, clausurado había quedado. Aquella vieja cancela daba a un acceso que por mucho tiempo cerrado había estado, y conducía a través de metálicas escaleras hasta la azotea. Cuando, antes que ellos, otros jóvenes percataronse de este hecho, forzaron la cerradura, y ahora los pocos afortunados conocedores de tal secreto pasadizo saboreaban la noche desde lo alto de aquel edificio.

Subieron una noche los tres jóvenes protagonistas de esta historia, sedientos de sí mismos frente a la empequeñecida ciudad, satinada de luces como un lejano firmamento. Hablaron, rieron y bromearon como el resto de los presentes, bebieron cerveza y tiraron las colillas de sus cigarrillos a la inmensidad de asfalto bajo ellos, y en un instante que a todos parecioles eterno, saltaron al vacío como último gesto.

Antes de morir dejaron, como último legado de su cuarto de siglo vivido, unas últimas palabras de las que serían testigos los presentes. Se alzó el lozano trío sobre la cornisa, y a las veintena de jóvenes pidió silencio y atención. Las palabras de los tres protagonistas deslizaronse por los oídos de los casuales espectadores y enraizaronse como viejos abetos en sus memorias. Fueron referidas a la policía con toda la precisión que el efecto del shock condescendió, y después a todos los fisgones y morbosos que su curiosidad quisieron templar.

El viajante supo de este acontecimiento más por casualidad que por fisgón, oído en una alterada conversación, dos mesas más allá en un restaurante. Al igual que los jóvenes testigos, guardó en su memoria las palabras aquella noche pronunciadas, y tan pronto llegó al hotel en su habitación, las escribió en su diario. Lo que anotó también, que fue para él el quid de este suceso, es que ninguno de los testigos parecía poder dejar de repetir que los tres jóvenes no dejaron un instante de sonreír durante su alegato final, y que en el momento antes del salto, casi podrían asegurar haber visto, por primera vez en sus vidas, el brillo de la verdadera felicidad.

Lo que vosotros llamáis vida no es más
que un laberinto para ratones
Sed testigos de cómo, por un instante,
nos hacemos más libres de lo que vosotros seréis jamás.
 
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